Imagina el ágora de Atenas. Platón acaba de defender que solo los más sabios deberían mandar. Un discípulo de Protágoras le responde que gobernar es asunto de todos y que excluir al pueblo es negar la esencia misma de la democracia. No es solo una discusión filosófica, es una pregunta que seguimos arrastrando: ¿debemos dejar las decisiones en manos de quienes saben más o en las manos de quienes viven las consecuencias?
Aunque sus posiciones parecen incompatibles, ambos intentaban responder a lo mismo: cómo se construye una sociedad justa.
Cuando la política era una práctica diaria
La democracia ateniense nació en medio de tensiones entre ricos y pobres, y fue una apuesta radical en su tiempo. La idea de que los ciudadanos podían participar, debatir y decidir en la asamblea era una forma de repartir el poder y evitar que una minoría se apropiara de la ciudad.
Aquella participación tenía algo pedagógico. Tucídides contaba que los atenienses se enorgullecían de un sistema donde la mayoría gobernaba, las leyes trataban a los ciudadanos por igual y quien no participaba en asuntos públicos era visto como alguien que renunciaba a su responsabilidad. Ser ciudadano no era un estatus, era una actividad.
El problema, claro, es que solo participaban unos pocos: hombres, libres, propietarios. Una democracia vibrante pero profundamente excluyente.
Platón y el miedo a la multitud
Platón no veía la democracia con buenos ojos. Creía que el pueblo era demasiado voluble, demasiado emocional, demasiado fácil de manipular por discursos brillantes. Su propuesta del “rey filósofo” buscaba un tipo de gobernante capaz de ver más allá de lo inmediato y guiar a la ciudad hacia el bien común.
La idea puede sonar excesiva, pero sigue reapareciendo en la política actual. Cada vez que se pide un “gobierno técnico”, cada vez que se afirma que “la política no va de opiniones sino de datos”, late una sombra platónica. El riesgo está en convertir la sabiduría en un pedestal desde el que unos pocos deciden por todos, convencidos de que saben mejor que nadie lo que conviene a la comunidad.
Una ciudadanía más amplia, pero menos implicada
Hoy la ciudadanía es universal. Ya no se excluye por género, origen o condición social. Este avance gigantesco marca una diferencia sustancial con el mundo antiguo. Sin embargo, también hemos reducido lo que significa participar. Votamos cada cierto tiempo, opinamos en redes y damos por hecho que eso basta.
Aristóteles, que entendía la ciudadanía como implicación directa en lo común, vería con preocupación esa distancia actual. La democracia se resiente cuando los ciudadanos desaparecen entre elección y elección. La desafección, la desconfianza y la sensación de que “la política no sirve para nada” son síntomas de una participación demasiado delgada.
¿Y si no hace falta elegir entre Platón y Protágoras?
A pesar de sus diferencias, hay algo valioso en ambas posturas. Platón tenía razón al señalar que el gobierno requiere formación y criterio. El discípulo de Protágoras también la tenía al defender que el poder debe estar repartido y sometido a control público.
Las democracias que mejor funcionan suelen combinar ambas intuiciones. Necesitan instituciones capaces de tomar decisiones informadas y, al mismo tiempo, ciudadanos atentos, críticos y activos. Necesitan profesionales preparados, pero también límites y vigilancia democrática. Necesitan sabiduría, pero nunca sin participación.
Un dilema antiguo con problemas muy actuales
Los sistemas democráticos de hoy afrontan desafíos que Aristóteles habría reconocido. La crisis de confianza, el desencanto político y las tensiones internas que erosionan la legitimidad del sistema muestran que una democracia sin ciudadanía activa pierde fuerza.
Los ejemplos recientes lo demuestran. Movilizaciones que reclaman derechos laborales, movimientos que obligan a las instituciones a rendir cuentas, colectivos que ponen sobre la mesa desigualdades ignoradas. La democracia vive cuando los ciudadanos aceptan su papel, no cuando se limitan a observar.
La pregunta de fondo no ha cambiado tanto desde el ágora ateniense. No consiste en elegir entre expertos o ciudadanos, sino en encontrar una forma de gobierno donde el conocimiento no se convierta en un privilegio y donde la participación no se reduzca a un gesto simbólico.
Quizá la clave esté en esa idea sencilla de Aristóteles: vivir bien es un proyecto colectivo. Y eso solo es posible cuando quienes gobiernan saben escuchar y quienes escuchan saben participar.



