La transformación del mapa político mundial no se entiende sin un tránsito decisivo: el paso de los grandes imperios al sistema internacional de Estados-nación. Un cambio que no fue lineal ni pacífico, y que aún hoy condiciona la política global, la identidad colectiva y los conflictos del siglo XXI. La promesa del nacionalismo fue, en su origen, emancipadora. Su realidad contemporánea, en cambio, se mueve entre la búsqueda legítima de autogobierno y el riesgo de nuevas fracturas.
La historia del nacionalismo —desde la Ilustración hasta la hiper-globalización actual— revela algo más profundo que una transformación institucional. Muestra cómo las sociedades se han pensado a sí mismas, cómo han imaginado su comunidad y cómo han gestionado la tensión entre pertenencia, soberanía e interdependencia en un mundo crecientemente conectado.
La nación como imaginación política
La pregunta por el origen de la nación ha dividido a pensadores y escuelas. En Comunidades imaginadas, Benedict Anderson sitúa su surgimiento a finales del siglo XVIII. Las nuevas formas de circulación del conocimiento —la imprenta, el capitalismo editorial— dieron lugar a comunidades que se percibían unidas sin necesidad de contacto directo. Otros autores sitúan el origen en la industrialización (Gellner) o en el legado de la Ilustración y la centralización estatal (Kedourie).
Sea cual sea el punto de partida, el siglo XIX fue el momento en que el nacionalismo se convirtió en fuerza política. Osterhammel lo describe como un movimiento capaz de unificar lengua, memoria, símbolos y territorio en un proyecto común. En los imperios multinacionales —Romanov, Habsburgo, Otomano— las élites emergentes y las clases medias reclamaron autonomía, educación y participación política. El acceso a la escuela y a la universidad funcionó como motor de conciencia nacional, como recuerda Hobsbawm.
El nacionalismo, en su formulación clásica, buscaba algo aparentemente sencillo: que los límites políticos coincidieran con los de la comunidad cultural. Esa aspiración —“que la unidad política y la identidad nacional sean congruentes”, en términos de Gellner— fue también la base del nacionalismo anticolonial del siglo XX.
El derrumbe imperial y la era del Estado-nación
La expansión imperial del siglo XIX, con el reparto de África y Asia, se legitimó en nombre del progreso, la ciencia y la misión civilizadora. Pero la subordinación política, económica y cultural de estos territorios generó resistencias que se convirtieron, con el tiempo, en movimientos de independencia.
En un primer momento, estos movimientos buscaban proteger la lengua y la cultura frente a la opresión colonial. Más tarde, como señala Osterhammel, las élites formadas en las metrópolis transformaron la resistencia cultural en proyectos de Estado-nación. La Segunda Guerra Mundial aceleró ese proceso: el desgaste de los imperios europeos, el ascenso de EE UU y la Unión Soviética, y la creación de la ONU impulsaron la descolonización.
Entre 1945 y 1975 nacieron decenas de Estados. La soberanía ya no era privilegio imperial; era un derecho reconocido internacionalmente. Esa ola global estableció un principio que aún organiza la política mundial: cada pueblo, una nación; cada nación, un Estado. Un ideal que, en la práctica, nunca fue tan simple.
Los nuevos Estados necesitaban construir economías viables, homogeneizar sistemas educativos y consolidar símbolos nacionales. Muchos lo lograron. Otros quedaron atrapados entre fronteras heredadas, fracturas étnicas o desigualdades coloniales nunca resueltas.
El siglo XXI: una nueva metamorfosis del nacionalismo
Tras 1945, el optimismo internacionalista parecía haber inaugurado una era de cooperación. Pero la entrada en el siglo XXI mostró que la cuestión nacional estaba lejos de resolverse. Movimientos independentistas, identidades heridas, desigualdades crecientes, crisis migratorias y shocks económicos abrieron paso a un resurgir nacionalista que atraviesa Europa y buena parte del mundo.
El fenómeno es doble.
Por un lado, nacionalismos territoriales —como los de Cataluña o el País Vasco— reclaman autogobierno y reconocimiento cultural. No buscan derribar un imperio, sino reconfigurar Estados ya consolidados. Aspiran a un proyecto propio, pero lo hacen desde realidades profundamente integradas en la economía global.
Por otro lado, emergen nacionalismos defensivos. Sectores vulnerables ante la globalización —trabajadores precarizados, clases medias descendentes— reclaman que el Estado priorice sus intereses frente a un mercado global percibido como amenazante. En algunos casos, esta reacción adopta formas xenófobas. En otros, expresa demandas legítimas de seguridad económica y justicia distributiva.
El aumento de la migración, la llegada de refugiados y los atentados terroristas en Europa han intensificado estos repliegues. La identidad vuelve a presentarse como un refugio emocional en tiempos de incertidumbre. Pero también como instrumento político, capaz de aglutinar frustraciones y generar nuevos antagonismos.
Billig sostiene que incluso los nacionalismos más excluyentes viven obsesionados con el exterior: necesitan compararse, diferenciarse, mirarse en el espejo de otras naciones para justificar su proyecto. Lejos de ser localistas, operan en clave global.
El dilema contemporáneo: ¿superar la nación o redefinirla?
La cuestión de fondo sigue siendo la misma: ¿qué significa pertenecer? ¿Qué comunidades elegimos, heredamos o imaginamos como propias? El Estado-nación fue durante dos siglos la respuesta institucional dominante. Hoy, con cadenas de producción transnacionales, acuerdos supranacionales y plataformas digitales que reorganizan la vida cotidiana, esa respuesta ya no es suficiente, pero tampoco ha sido superada.
El gran reto consiste en evitar dos extremos: un nacionalismo excluyente que cierre fronteras reales o simbólicas, y un globalismo abstracto que ignore las necesidades materiales de quienes dependen del Estado para vivir con dignidad.
Como plantea Yael Tamir, el siglo XXI necesita una revisión de conceptos que durante décadas parecieron sólidos: liberalismo, ciudadanía, comunidad, democracia, clase social. No para abandonarlos, sino para reconstruirlos. Para pensar un futuro en el que la identidad no sea una trinchera ni la globalización un destino inevitable.
Un legado que sigue interpelando
La transición del imperialismo al Estado-nación fue mucho más que un proceso político. Transformó la manera en que las sociedades se entienden a sí mismas, cómo reparten el poder y cómo gestionan la diversidad. Ese legado sigue vivo en cada debate sobre fronteras, soberanía, migraciones, cohesión europea o desigualdad global.
No asistimos al final de la historia del nacionalismo, sino a su enésima metamorfosis. Y quizá la pregunta decisiva ya no sea si el Estado-nación sobrevivirá, sino cómo podrá adaptarse para responder a problemas que ninguna comunidad puede afrontar sola, y a identidades que ya no caben únicamente en un mapa.




