Se suele decir que Marx, Durkheim y Weber son “clásicos” de la sociología como quien habla de un canon lejano, casi decorativo. Nombres que aparecen en los manuales, en los apuntes universitarios y en las oposiciones, pero que rara vez asociamos con lo que nos pasa hoy. Sin embargo, basta rascar un poco la superficie del mundo contemporáneo para comprobar que sus preguntas siguen ahí, intactas: ¿por qué trabajamos como trabajamos?, ¿qué nos mantiene unidos?, ¿qué papel juega la religión en el capitalismo?, ¿quién se beneficia del orden que damos por normal?
La sociología nació cuando las sociedades occidentales se estaban transformando a toda velocidad por la industrialización, el capitalismo y la crisis de las viejas certezas. Saint-Simon y Comte abrieron el terreno; Durkheim, Marx y Weber colocaron los pilares. Ya entonces hablaban de anomia, explotación, alienación, desigualdad, burocracia. Cambian las formas, pero los diagnósticos suenan peligrosamente actuales.
Hoy seguimos viviendo, en buena medida, en el mundo que ellos describieron.
Durkheim: la religión como pegamento social
Durkheim no se preguntaba tanto si Dios existía como qué hacía la religión con la sociedad. Su interés no era teológico, sino sociológico. Veía en la religión un sistema de creencias y rituales que separa lo sagrado de lo profano y que, al hacerlo, crea comunidad. No se trataba solo de fe, sino de cohesión.
Cuando estudiaba el totemismo en sociedades “primitivas”, no estaba mirando un exotismo antropológico. Estaba intentando entender algo que sigue vigente: la necesidad humana de símbolos compartidos, de ritos, de normas que nos recuerden que formamos parte de un “nosotros”.
Ese enfoque ayuda a leer no solo las religiones clásicas, sino también fenómenos que hoy solemos considerar laicos. Fans de una marca, seguidores de un líder político, comunidades digitales que comparten códigos internos. Todas esas formas de pertenencia crean su propio pequeño universo sagrado y profano. Lo que se puede hacer y lo que no, lo que se celebra y lo que se castiga.
Durkheim distinguía entre sociedades tradicionales, unidas por una conciencia colectiva fuerte, y sociedades modernas, donde el individualismo gana terreno y la cohesión se vuelve más frágil. En ese tránsito aparece la anomia, esa sensación de desorientación normativa que recorre muchas biografías contemporáneas: la impresión de que las reglas han dejado de estar claras, de que ya no sabemos muy bien qué se espera de nosotros.
Si uno mira películas como The Village, con una comunidad cerrada que se sostiene sobre rituales, miedos y símbolos (el rojo prohibido, el amarillo protector), es difícil no pensar en Durkheim. No porque la película “explique” su teoría, sino porque ilustra hasta qué punto la vida social se apoya en fronteras simbólicas, en un “dentro” y un “fuera” que se marcan con fuerza.
Weber: religión, trabajo y la jaula de hierro
Weber, por su parte, se hizo una pregunta que sigue siendo incómoda: ¿cómo fue posible que el capitalismo se convirtiera en un sistema tan poderoso, no solo económico, sino también moral? Su respuesta más célebre está en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. No vio la religión como simple consuelo, sino como motor de una determinada forma de vida.
El ascetismo intramundano protestante —esa idea de que el trabajo duro, la disciplina y la austeridad son una forma de servicio a Dios— encajó como un guante en la lógica capitalista. Ganar dinero dejaba de ser sospechoso si se hacía con seriedad y sin ostentación. El ocio y el descanso, en cambio, pasaban a leerse como peligros, como desviaciones.
Weber conectó religión y economía sin convertir a la primera en reflejo mecánico de la segunda. Le interesaba la combinación entre creencias, valores y acción. En su análisis, el capitalismo no solo organiza la producción, sino también la subjetividad: define qué vidas son respetables, qué trayectorias cuentan como “exitosas” y qué tipo de carácter se premia.
De ahí surge su famosa metáfora de la “jaula de hierro”: un mundo regido por la racionalidad instrumental, las normas formales y una burocracia que lo impregna todo. Un orden que promete eficiencia y previsibilidad, pero que también encierra a individuos que ya no recuerdan por qué siguen girando en esa rueda, solo que detenerse no parece una opción.
En Brazil, la película distópica de Terry Gilliam, esa jaula se vuelve visible. Una sociedad dominada por la burocracia, la tecnología y la vigilancia, donde los personajes se pierden en formularios, protocolos y absurdos administrativos. El sistema no necesita ser malvado de forma caricaturesca; le basta con ser implacable en su lógica.
Un diálogo que sigue vigente
Marx miró el capitalismo desde el conflicto de clase y la explotación; Durkheim, desde la cohesión y los hechos sociales; Weber, desde la racionalización y los sentidos que orientan la acción. Sus diagnósticos fueron distintos, a veces incluso enfrentados. Pero los tres intentaron responder a la misma inquietud: cómo es posible que un orden social tan desigual, tan intenso y tan inestable se sostenga durante tanto tiempo.
Si hoy hablamos de precariedad laboral, de crisis de sentido, de soledad, de desgaste emocional, de inflación burocrática o de desigualdad obscena, estamos usando palabras nuevas para problemas antiguos. Las plataformas digitales, la economía de los datos o la inteligencia artificial parecen fenómenos inéditos, pero se insertan en dinámicas que los clásicos ya habían descrito: alienación, fetichismo, jaulas invisibles.
La sociología nació para evitar que aceptáramos la sociedad como un destino natural. Durkheim nos invita a mirar cómo se construyen nuestras creencias compartidas. Weber, a preguntarnos qué precio pagamos por la racionalidad y el progreso. Marx, a no olvidar qué intereses se benefician de un orden que se presenta como inevitable.
Por qué seguir leyéndolos
Revisitar a Marx, Durkheim y Weber no es un ejercicio de erudición nostálgica. Es una forma de ganar perspectiva en un momento en que la velocidad de los cambios nos deja sin aire. Sus textos no nos dicen qué hacer, pero sí nos ofrecen algo que escasea: marcos para pensar.
Durkheim nos recuerda que ninguna sociedad se sostiene sin algún tipo de religión civil, laica o no. Weber nos advierte de que podemos quedar atrapados en estructuras racionales que ya no controlamos. Marx nos obliga a preguntarnos quién se beneficia realmente de la forma en que trabajamos, consumimos y vivimos.
En tiempos de debates urgentes y polémicas fugaces, no es poca cosa.
REFERENCIAS
- Estradé, Antoni (2019). «El pensamiento sociológico (II). El proceso de institucionalización». En: Cardús, Salvador y Mostaza, Esther (Coords) Sociología. Barcelona: UOC.
- Cardús, Salvador (2019). «La sociología como práctica y como saber». En: Cardús, Salvador y Mostaza, Esther (Coords) Sociología. Barcelona: UOC.



