Imagina explicarle a Adorno lo que es Netflix, TikTok o un influencer. Seguramente se llevaría las manos a la cabeza… pero también reconocería algo muy familiar: una industria que convierte el ocio en negocio, la cultura en producto y a las personas en audiencia permanente. La “industria cultural” que analizó la Escuela de Frankfurt en pleno siglo XX no ha desaparecido. Solo se ha actualizado con WiFi, algoritmos y suscripciones mensuales.
La pregunta no es si tenían razón entonces. La pregunta es cuánto sigue explicando su mirada crítica sobre nuestro presente saturado de pantallas, contenidos y causas.
Cuando el ocio también está organizado
Adorno y Horkheimer escribieron sobre la industria cultural pensando en la radio, el cine de estudios y la música popular. Veían una maquinaria que producía en serie entretenimiento para mantenernos ocupados, dóciles y distraídos. Hoy basta abrir Netflix para entender la idea de un vistazo.
Series “recomendadas para ti”, listas de éxitos que vemos todos, estrenos globales que se convierten en tema obligatorio de conversación. Las plataformas prometen libertad total de elección, pero esa libertad está guiada por algoritmos que ordenan lo que vemos y lo que nunca llegaremos a ver. La novedad existe, pero dentro de un molde reconocible.
Algo parecido ocurre con las redes sociales. Influencers que parecen dueños de su imagen y su mensaje, pero que dependen de marcas, métricas y normas invisibles de cada plataforma. Quien no se adapta a ese ecosistema cae en irrelevancia. Quien encaja, se convierte en modelo a imitar.
La Escuela de Frankfurt ya había intuido este peligro: cuando la cultura se somete por completo a la lógica del mercado, la creatividad se empobrece y la crítica se debilita. Todo parece distinto en la superficie, pero por debajo se repiten los mismos patrones.
¿Se perdió el “aura” o ganamos otra cosa?
Walter Benjamin llamó “aura” a esa especie de halo irrepetible que tenía la obra de arte original: un cuadro en un museo, una escultura en un templo, un objeto único en un lugar concreto. La reproducción técnica —primero la fotografía, luego el cine— erosionó esa singularidad. Lo que antes se veía una vez, ahora podía circular hasta el infinito.
Hoy cualquiera puede grabar una canción, editar un vídeo, hacer “arte” con un móvil. Subimos dibujos, fanzines, cortos, memes, collages, performances caseras. El aura, entendida como la distancia casi sagrada entre obra y espectador, se ha reducido. Pero Benjamin también vio en esto una oportunidad: si la obra deja de ser intocable, más personas pueden acceder a ella, reinterpretarla, jugar con ella.
La tensión está ahí. Por un lado, una democratización real: artistas que antes jamás habrían encontrado un espacio pueden ahora publicar su trabajo, crear comunidad y vivir —o intentarlo— de su obra. Por otro, una cultura en la que todo compite por atención, donde el valor de una pieza se mide tanto en likes como en calidad, y donde el propio artista se convierte en “marca personal”.
Adorno habría puesto el dedo en la llaga: si el creador se vuelve también producto, ¿qué pasa con la autonomía del arte? ¿Quién marca el límite entre experimentar y complacer al algoritmo?
Justicia social: no basta con ser “vistos”
La crítica de la Escuela de Frankfurt no se queda en la televisión o en la música. Tiene un fondo político: señala cómo el mercado cultural reproduce desigualdades. No todos tienen el mismo acceso a crear, difundir o ser escuchados. El talento no se mueve en el vacío, sino en un mundo atravesado por clase, género, raza y poder económico.
Aquí entra en escena Nancy Fraser, una de las filósofas que mejor ha actualizado esta tradición crítica. Distingue entre dos grandes tipos de lucha por la justicia:
- las que piden redistribución (mejores salarios, menos explotación, acceso a recursos),
- y las que reclaman reconocimiento (respeto a identidades, visibilidad, fin de los estigmas).
En teoría son dimensiones diferentes. En la práctica, casi nunca van separadas.
Pienso, por ejemplo, en el mundo del cine. Se habla cada vez más de representación femenina, de directoras, de guionistas, de personajes complejos que rompan clichés. Es una batalla por el reconocimiento. Pero, como recuerdan muchas profesionales, el problema también es quién accede a las escuelas, quién consigue financiación, quién puede aguantar años encadenando trabajos precarios. Sin redistribución, el reconocimiento se queda corto.
La interseccionalidad, otro concepto clave, nos obliga a ver cómo se cruzan estos ejes: no vive lo mismo una directora blanca de clase media que una mujer racializada y pobre que intenta abrirse camino en el mismo sector. Las barreras simbólicas y las materiales se refuerzan entre sí.
De la protesta económica a la batalla cultural
Los nuevos movimientos sociales —feminismos, colectivos LGTBIQ+, antirracistas, ecologistas— han transformado el paisaje de la protesta. No se centran solo en salarios o empleo, sino en normas culturales, roles de género, cuerpos, identidades, símbolos. La lucha se libra tanto en la calle como en las narrativas, las series, la publicidad, los memes.
Algunos críticos ven esto como una “dispersión” de la izquierda hacia temas identitarios. La mirada de Fraser es más matizada: la política de reconocimiento es necesaria, pero peligrosa si se olvida la redistribución. Dicho de otro modo: cambiar los discursos sin tocar las estructuras económicas deja intactas muchas injusticias.
La cultura de masas —esa que ya analizaban Adorno y compañía— se convierte entonces en un campo de batalla. ¿Quién sale en pantalla? ¿Quién escribe los guiones? ¿Qué historias se cuentan y cuáles siguen fuera de plano? ¿Qué se convierte en tendencia… y por qué?
¿Y ahora qué hacemos con todo esto?
La Escuela de Frankfurt a veces se lee como un ejercicio de pesimismo sofisticado: todo está cooptado, todo está colonizado por el mercado, no hay salida. Pero su legado también tiene otro lado: nos invita a mirar con atención, a desconfiar de lo “natural”, a preguntar quién se beneficia de que las cosas sean como son.
No se trata de dejar de ver series ni de bajar todas las apps. Se trata de algo más incómodo y más útil:
- saber que nuestra experiencia de ocio está diseñada,
- que la cultura no es inocente,
- que la visibilidad no sustituye a la igualdad,
- y que incluso las luchas más nobles pueden ser absorbidas por la lógica del espectáculo.
En un mundo donde casi todo pasa por pantallas, la crítica cultural ya no es un lujo intelectual. Es una herramienta de supervivencia.
Tal vez el mayor homenaje a la Escuela de Frankfurt hoy no sea repetir su jerga, sino hacer justo lo que pedían: usar la razón de forma incómoda, negarnos a ser solo consumidores y preguntarnos, cada vez que damos al play, qué mundo estamos ayudando a sostener.
REFERENCIAS
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