Durante años creímos que consumir era simplemente elegir. Elegir un yogur, una camiseta, un champú. Hoy sabemos que detrás de cada compra hay una historia más grande, una que mezcla economía, identidad, emociones, tecnología y algo que ya nadie puede ignorar: política. En la sociedad de consumo actual no solo compramos lo que necesitamos, compramos también quiénes somos.
En los años noventa el mercado descubrió algo decisivo. Si queríamos sostener un modelo económico cada vez más desigual, había que encontrar la manera de que todo el mundo pudiera seguir consumiendo. Así nació el low cost, no como una opción chic ni como un truco de ahorro, sino como un mecanismo para mantener dentro del juego a quienes se iban quedando fuera. Las aerolíneas baratas, las cadenas de moda rápida y los supermercados de precio mínimo fueron el salvavidas del consumismo en tiempos de precariedad.
Pero aquello no se quedó solo en el precio. Con la expansión digital llegó un cambio aún más profundo. Las compras dejaron de ser un gesto privado para convertirse en una huella permanente. Lo que miras, lo que descartas, lo que te gusta y lo que compras alimenta un sistema que te observa, te perfila y te devuelve un catálogo hecho a tu medida. Si mencionas un vestido rojo, el móvil te muestra decenas. Si buscas recetas veganas, te persigue el universo eco. Si compartes una noticia política, aparecen marcas alineadas con “tu” sensibilidad.
En este escenario el consumo se ha vuelto un acto que va más allá del objeto. Elegir un producto ecológico, comprar en una tienda local o rechazar una marca por sus prácticas laborales es también una forma de intervenir en el mundo. Lo que antes se expresaba en las urnas hoy se expresa también en el carrito.
La idea de “consumo político” no es nueva, pero la digitalización la ha convertido en algo cotidiano. La preocupación por el medio ambiente, la salud y la justicia social convive con fenómenos más complejos como el consumo patriótico o el anticonsumo. Comprar productos nacionales se interpreta como un gesto de protección a la economía local, mientras que boicotear marcas puede ser una expresión de rechazo moral o de alineamiento ideológico. El consumidor se mueve entre la aspiración de cuidar el planeta, la necesidad de cuidar el bolsillo y un mercado que juega constantemente con su identidad.
Las empresas lo saben y han adaptado su discurso. La mayoría habla de sostenibilidad, compromiso o responsabilidad social. Sin embargo, muchas veces ese relato es solo una máscara. El greenwashing se ha convertido en una estrategia rentable: basta con una etiqueta verde para que un producto parezca responsable aunque detrás siga intacta la lógica del beneficio inmediato. En un mercado saturado de promesas ecológicas, distinguir lo auténtico de lo cosmético es cada vez más difícil.
A esto se suma algo aún más decisivo. El consumo se ha vuelto emocional. No compramos solo lo que necesitamos, compramos lo que nos hace sentir una versión determinada de nosotros mismos. La industria ha sabido convertir las emociones en mercancía. Hay productos que prometen bienestar, otros autenticidad, otros compromiso social. Consumir ya no es solo tener, es mostrarse. En un mundo donde la identidad se construye hacia afuera, las decisiones de compra funcionan como señales que enviamos a los demás sobre quiénes somos, qué defendemos y qué rechazamos.
La paradoja es evidente. Vivimos rodeados de mensajes que nos animan a consumir de forma consciente al mismo tiempo que el propio sistema necesita que consumamos más y más rápido. Se nos pide elegir mejor, pero también elegir constantemente. Todo se personaliza, todo se acelera y todo se convierte en experiencia. Ser consumidor ya no es solo tener acceso al mercado. Es estar disponible para él.
En este contexto las compras siguen siendo un acto económico, pero también son un acto moral. Elegimos pensando en la salud, el medio ambiente, la justicia, la identidad o la pertenencia. Navegamos entre la saturación de opciones, la presión social y la ilusión de libertad absoluta que prometen las plataformas digitales. Y aun así, nuestras decisiones cuentan. Importan. Expresan.
Quizá por eso el consumo se ha convertido en uno de los lenguajes más potentes de la vida contemporánea. No reemplaza a la política, pero la complementa. No sustituye a la acción colectiva, pero la empuja. No resuelve las desigualdades, pero las hace visibles.
Consumir nunca había sido tan fácil. Ni tan revelador. Lo que compramos no solo llena la despensa. También cuenta quiénes creemos que somos en un mundo donde cada elección se convierte en una forma de identidad y, a veces, en una forma de resistencia.
Referencias
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