Durante años nos gustó pensar que el indie español era la música de los márgenes. El refugio de quienes no encajaban, el espacio donde las lógicas del mercado no mandaban tanto y donde la autenticidad sonaba más fuerte que la industria. Una escena nacida “desde abajo” que se presentaba como un gesto de diferencia. Pero cuando uno observa su trayectoria con algo de distancia —y con algo de honestidad— la imagen cambia. El indie fue alternativo… pero no para todos.
Lo que revelan los documentales, los testimonios y las escenas locales no es solo un estilo musical. Es un campo cultural lleno de tensiones, donde conviven la resistencia y la mercantilización, la autogestión y el patrocinio corporativo, la creatividad y la repetición de viejas jerarquías. Una historia más compleja de lo que la nostalgia noventera suele admitir.
La estética de la diferencia que acabó convertida en marca
Las subculturas juveniles siempre han usado la estética para decir algo: un peinado, una prenda, un sonido, un detalle visual. Una forma de marcar territorio y enviar un mensaje. El indie español no fue una excepción. En sus inicios abundaban el bricolaje visual, las maquetas caseras, los videoclips precarios y un sonido deliberadamente imperfecto que funcionaba como declaración de intenciones: esto no es lo otro.
Esa ética del “hazlo tú mismo” construyó un imaginario reconocible. Pero, como tantas subculturas anteriores, el indie apenas tardó en ser absorbido por lo que decía combatir. En los documentales sobre su auge aparece siempre el mismo punto de inflexión: las marcas empiezan a interesarse, los festivales crecen, los estilos se uniformizan y aquello que había nacido para romper códigos acaba convertido en símbolo comercial.
Lo que antes era disonante se vuelve logotipo. Y lo que antes era lenguaje de resistencia se convierte en estética empaquetable.
Una escena nacida de la precariedad, pero no siempre consciente de ella
Si uno escucha con atención a las bandas que surgieron en Andalucía o a las que se movían en circuitos alternativos del país, casi todas comparten algo: proyectos que nacen “por amor”, años de autogestión, trabajos simultáneos para poder dedicarse a la música, una relación ambigua con la profesionalización. El indie fue también esto, una forma de inventarse la vida en un contexto en el que ni el mercado ni las instituciones ofrecían mucho a cambio.
Para muchos jóvenes, la escena indie no fue solo una estética, sino un lugar desde el que hacer comunidad, encontrar una identidad o escapar, al menos un rato, de la falta de oportunidades. Ese componente vital —más que musical— explica por qué esta cultura arraigó en territorios periféricos, lejos de los grandes centros de la industria cultural. Y también por qué sigue reapareciendo, bajo otros nombres y otras formas, cada vez que una generación necesita inventarse sus propios espacios.
La contracultura no siempre es tan inclusiva como cree
Aquí aparece el punto más incómodo. Incluso en escenas que se presentan como alternativas, las voces que se escuchan y las trayectorias que se legitiman no son todas por igual. Basta mirar quiénes suelen narrar la historia oficial del indie español: mayoritariamente hombres, mayoritariamente blancos, mayoritariamente urbanos. No es una acusación, es una constatación.
En los documentales más conocidos, los nombres que ocupan el centro del relato pertenecen a una misma constelación cultural. No hay apenas presencia de artistas racializados. Las mujeres aparecen, pero casi siempre en los márgenes. Los grupos que no encajan en la sensibilidad hegemónica del indie —por clase, género o territorio— no figuran en el canon, aunque existan y produzcan cultura.
El indie español se pensó a sí mismo como alternativa, pero muchas veces funcionó como un dispositivo selectivo de reconocimiento, donde sólo ciertas sensibilidades eran consideradas legítimas para representar “lo indie”. Como si hubiese cuerpos más creíbles que otros para habitar esa etiqueta.
Al mismo tiempo, otras escenas —como las que emergen en Argentina en producciones recientes— muestran que es posible articular espacios musicales donde las disidencias sexuales, las mujeres y las voces periféricas no aparecen como invitadas excepcionales, sino como protagonistas. Una lección que la escena española aún está asimilando.
El indie como espejo: lo alternativo también reproduce lo dominante
Todo esto no significa que el indie español careciera de potencia cultural. La tuvo, y mucha. Pero su historia demuestra algo importante: ninguna escena alternativa está vacunada contra las jerarquías del mundo en el que nace. Ni siquiera aquellas que se construyen explícitamente en oposición al mainstream.
El indie se movió siempre entre dos polos:
– la voluntad de crear espacios propios, autónomos, críticos;
– y el riesgo permanente de convertirse en un producto rentable, estandarizado y excluyente.
Esa tensión es reveladora. Dice mucho menos sobre la música y mucho más sobre la sociedad que la produce. Sobre cómo se construyen los significados, quién tiene la capacidad de nombrar y quién se queda fuera del marco. Sobre cómo incluso la diferencia puede convertirse en mercancía y cómo incluso la resistencia puede incorporar privilegios.
Una escena que sigue siendo útil, pero ya no inocente
Hoy, cuando los grandes festivales comparten estética y patrocinadores, cuando el indie ya no escandaliza a nadie y cuando otras escenas emergentes disputan su espacio, la pregunta no es si el indie sigue vivo. La pregunta es otra: qué aprendemos de él.
Su historia muestra cómo se articulan identidades culturales, cómo se negocian jerarquías simbólicas y cómo las escenas que parecen liberadoras pueden terminar excluyendo sin quererlo. Pero también muestra que, en los márgenes —en las salas pequeñas, en los círculos autogestionados, en las voces que aún no aparecen en los documentales—, sigue habiendo experimentación, crítica y vida cultural que no cabe en los carteles oficiales.
Quizá ahí, y no en el recuerdo de los noventa, siga latiendo lo realmente alternativo.




