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Mi primera gran hazaña tecnológica no fue abrir una cuenta de correo, sino piratear una PSP con ocho años. Mientras otras niñas jugaban sin más, yo quería entender “cómo funcionaba aquello”. Pasé tardes enteras en foros ilegibles, descargando archivos que no comprendía, siguiendo pasos casi esotéricos hasta que lo conseguí. De pronto tenía acceso a todos los juegos que conocía.

En casa teníamos un ordenador viejo. Con él llegaron Messenger, los zumbidos, los estados en clave y los emoticonos pixelados. Aquel universo era rudimentario, pero ya me colocaba en un centro extraño. Sentía que había un espacio nuevo donde podía estar y ser de otra forma, aunque no tuviera palabras para explicarlo.

Hoy lo entiendo mejor. Internet empezaba a enseñarme algo que ahora damos por hecho. El yo se convierte en escenario. Incluso cuando nadie te mira, te comportas como si hubiera público.

Tuenti, Instagram y el yo de escaparate

Después llegó Tuenti. Y luego su segunda migración: de Tuenti a Facebook y de Facebook a Instagram. Con Tuenti, mi generación empezó a tener una identidad pública, aunque la mayor parte se limitara a fotos movidas de botellón. Con Instagram, la cosa se volvió más seria. La estética ya no era accidental, sino estratégica.

Internet dejó de ser solo un chat y se convirtió en un escaparate. “Para que te vean, tienes que actuar”. La frase podría haber salido de un manual de redes, pero en realidad describe un cambio de mentalidad. No basta con vivir. Hay que narrarlo. No basta con estar. Hay que ser visto.

Ahí mi relación con lo digital dejó de ser neutra. La exposición constante a cuerpos normativos e imágenes pulidas empezó a tener consecuencias que no caben en la pantalla. Compararme dejó de ser un hábito pasajero y se convirtió en forma de vida. Lo que en teoría era entretenimiento terminó infiltrándose en algo tan íntimo como mi relación con la comida y mi propio cuerpo.

No fue inmediato, pero sí persistente. La suma de fotos “perfectas”, likes y comentarios acabó empujándome a un trastorno de la conducta alimentaria. El cuerpo se convirtió en proyecto, en campaña, en problema. Y muchas de esas batallas se libraban en silencio, pero siempre con el móvil cerca.

La intimidad convertida en contenido

Hoy nos parece normal exhibir fragmentos de nuestra vida privada con una naturalidad que habría desconcertado a generaciones anteriores. No es solo que contemos más. Es que la visibilidad se ha vuelto una forma de valor. Ser visto funciona como una moneda simbólica que promete reconocimiento, oportunidades o al menos la sensación de no desaparecer.

Eso tiene una consecuencia poco discutida. La subjetividad se construye “hacia fuera”. En lugar de preguntarnos cómo queremos ser, nos preguntamos cómo se nos ve. Una parte de la intimidad se convierte en material disponible para ser mostrado, editado, compartido, monetizado.

No se trata solo de influencers. También quienes no viven de ello terminan calculando qué foto funcionará mejor, qué opinión generará menos rechazo, qué versión de uno mismo resulta más digerible. El miedo a ser rechazados se traduce en una autocensura silenciosa. Publicamos solo lo que imaginamos aceptable.

Fatiga, saturación y el cansancio de estar siempre “en línea”

Más allá de la identidad, la digitalización ha transformado la forma de aprender, informarnos y estar al día. Blogs, foros, vídeos, clases online, trabajos entregados en plataformas educativas… Todo pasa por la pantalla.

La promesa era clara. Íbamos a tener acceso ilimitado al conocimiento. La experiencia real se parece más a una especie de mareo permanente. Si no estás al día, sientes que te quedas atrás. Si te desconectas, te pierdes algo. Si no opinas, desapareces del ruido general.

Ese ritmo tiene un coste emocional que muchos compartimos. Llamémoslo fatiga digital, tristeza baja constante o simple agotamiento. Una mezcla de saturación de estímulos, falta de silencio interior y sensación de estar siempre un poco por detrás de todo.

¿Qué hacemos con todo esto?

No creo que la solución pase por demonizar la tecnología ni por idealizar un pasado analógico que tampoco era idílico. Internet también ha sido para mí un lugar de aprendizaje, descubrimiento y compañía en momentos complicados. Me ha permitido estudiar, conectar con personas con intereses similares, acceder a ideas y debates que de otra forma no habría conocido.

El problema no es solo el dispositivo, sino el tipo de sujeto que fomenta. Un sujeto que se mira desde fuera, que delega la memoria en las plataformas y la atención en los algoritmos, que mide su valor en función del eco que generan sus publicaciones.

El reto, al menos para mí, ya no es “desconectarme del todo”. Sino algo más difícil. Aprender a mirar de frente lo que está pasando. Saber que no todo lo que aparece en mi pantalla lo he elegido. Preguntarme qué intereses organizan lo que veo. Intuir qué historias faltan.

Quiero seguir habitando el mundo digital, pero no como espectadora obediente. Quiero que deje de ser solo un lugar donde consumo lo que otros han diseñado y se convierta, aunque sea un poco, en un espacio donde también pueda pensar, elegir y crear sin sentir que la única forma de existir es gustar.

Tal vez el futuro de nuestra subjetividad digital pase por algo así. No tanto por renunciar a la red, sino por reaprender a estar dentro de ella sin que lo visible lo sea todo.